Diez de julio. Otro año más. El décimo. Diez años de aquel diagnóstico que hizo nacer a este blog. Diez años que eran una meta mental de la que nunca había querido hablar para poder alcanzarla sin gafarla. Una meta mental que surgió de manera espontánea con Edu, en uno de los ingresos que compartimos juntos, durante uno de aquellos días en los que lo único que quería era dormirme y despertar cuando todo hubiese pasado.
Diez de julio y diez cumplevidas, a cada cual más especial. Siempre esperándolos con ganas, pero sin celebraciones programadas, porque siempre presentía que el día no precisaba de mucho para que acabase siendo increíble, y así ha sido siempre.
Los primeros significaban, simplemente, huir del miedo. A los cinco me prepararon una fiesta sorpresa, y con ella celebramos salir de esa fase de alto riesgo de recaída.
Los siguientes, improvisando, continuaron siendo mágicos. El año pasado, sumando nueve años de regalo, fue más íntimo, y solo bastaron unas cervezas y silencios bonitos, mirando el mar.
Y hoy caen diez añazos. Diez. La cifra con la que soñábamos mientras estábamos entre quimios, ingresados en el hospital.
Y un diez que sonaba a infinito, por fin, se ha convertido en una historia que contar:
- ¡Por fin solos! ¡a tomar por culo! - le dije mientras apagaba la televisión.
- Te has pasado un poco con tu madre, Elías.
- Ya, lo sé. Pero es que si no, no se van ni a tiros. No quiero más visitas por hoy, ni más televisión de fondo. ¡Joder!
- Pero es normal. ¿Qué quieres? ¿cómo pretendes que no quieran estar aquí tus padres?
- Quiero silencio. Y dormirme ahora y que cuando me despierte hayan pasado diez años.
- A ti lo que te tiene acojonado es la médula de mañana, que te empiezo a conocer.
Edu había dado en el clavo: me había pasado con mi madre diez, once, doce y mil pueblos. Ese día la eché de la habitación del hospital de muy malas formas. Siempre acababa pagando con ella toda la frustración, todo el miedo, toda la rabia. Y también tenía razón en que estaba cagado por el aspirado que me tocaba a primera hora del día siguiente.
- Yo he tenido suerte hasta el momento. - contestó Edu mientras miraba al techo. Estaba boca arriba, con las manos debajo de la cabeza, como si estuviera tumbado en una playa tomando el sol.
- ¿Qué prefieres médula o intratecal? - yo le miraba a él. Me daba paz.
- No se puede comparar - me dijo, casi alucinando por la pregunta - el pinchazo de la espalda es mucho peor. ¿Tú te has fijado en lo larga que es esa aguja?
- ¿Me lo dices o me lo cuentas? A veces pienso que si se les va la mano me van a dejar clavado en la silla.
Nos echamos a reír. Y luego nos quedamos en silencio. Pero no duró mucho. Me gustaba coincidir con él en los ingresos. Desde que le habían diagnosticado y había aparecido por la sexta planta del hospital, algo había cambiado. Si coincidíamos para darnos el ciclo durante la semana de quimio, todo me resultaba más llevadero. Y volví a la carga:
- La verdad es que no estaría nada mal, ¿eh? - y se giró hacia mí - Tú en diez años cumplirías... treinta, ¿no?
- Sí, sería casi como tú. Viejo y tal, pero espero que con más pelo.
Nos volvimos a reír. Y sí, para un chaval de veinte años, pensar en diez... era como hablar del infinito. Como un concepto tan abstracto que parecía que realmente no iba a llegar nunca.
Y volvió a acomodarse mirando hacia arriba. Me contó historias sobre algunos de sus viajes y sobre cómo cruzó Europa en furgoneta. También hubo lugar para esas chicas a las que conoció y con las que había compartido vida y aventuras varias, y para los campamentos de verano en los que fue monitor de niños. Me resultaba muy curioso el cómo decidió pasar de los estudios de química tras acabar la carrera para irse a su pueblo a dedicarse al campo, y seguramente muchas otras cosas que ahora ya no recuerdo.
Me encantaba escucharlo. Cada una de sus historias alimentaban de alguna forma mis ganas de seguir viviendo para poder tener mi lista propia de historias que contar algún día. Me quedaba más de año y medio de tratamiento por delante, no había llegado ni a la mitad, pero me gustaba imaginar cómo sería una hipotética vida "normal" cuando todo hubiese acabado.
La leucemia, y el cáncer en general, tiene la capacidad de robarte casi todo: el tiempo deja de pertenecerte y no puedes elegir a qué quieres dedicarlo ni con quién compartirlo. El hospital pasa a ser casa y cárcel al mismo tiempo, y la quimio salvavidas y castigo.
Pero hay algo que ningún cáncer, ningún hospital, ni ninguna quimio tuvo la capacidad de arrebatarnos: imaginar y soñar despiertos. Estábamos en la mierda, pero con aquello nos entreteníamos Y NOS HACÍA MUY FELICES. Era la única forma de escapar de la sexta planta, y aquel juego se nos daba de puta madre.
- ¿Qué quieres hacer cuando todo esto acabe? ¿Has pensado en cómo vas a recuperar el tiempo que estás dedicando a estar tumbado aquí a costa de mis impuestos? Venga, va. ¿Cómo te imaginas todo dentro de diez años? - me preguntó aquel día por primera vez.
No supe contestar, y durante mucho tiempo hice, deshice y rehice una lista de sueños pendientes. La lista sigue en (de)construcción continua, y aunque la mayoría de cosas que imaginaba o quería hacer aún siguen esperando, y seguramente en esto tenga mucho que ver haber perdido toda la perspectiva con la que veía la vida aquellos días, la vida me acompaña y seguir teniendo tiempo para decidir cómo, dónde, cuándo y con quién, es algo que me consuela. Y es que realmente no se precisa mucho más.
Tras varias veces tener conversaciones del estilo, nuestros tratamientos, el de Edu y el mío, tomaron diferentes caminos: mi cuerpo respondió muy bien a la quimioterapia y él precisó un trasplante de médula ósea.
Durante su trasplante fui a visitarle, como no podía ser de otra forma. Hablar por teléfono no era lo mismo, no se podía soñar igual con cómo sería todo cuando pasasen diez años. Y en la última visita que le hice... él no se encontraba nada bien. Volvimos a soñar despiertos como si de un juego se tratase. Y también nos hicimos una promesa, una promesa con la boca pequeña, por el vértigo que daba que pudiese ser real: nos prometimos que si alguno no lo conseguía, el otro sería feliz por los dos, la cagaría por los dos, y quemaría cada instante por los dos.
Y nunca más volvimos a vernos. No pudo ser. Pero siempre he cumplido esa promesa y en ello sigo. Y ojalá el mundo entero pudiese saber que me salvaste en muchos momentos y durante muchos días antes de volar.
Soy consciente de que celebrar estos diez años es un regalo. Un regalo del que tú no pudiste disfrutar. Y por si fuese poco, contigo se fueron otros pelones que duelen y duelen mucho. Mónika o Ángel me rompieron muy fuerte... y no quiero seguir para hacer una lista larga de nombres. Porque no quiero y no me sale de los huevos, porque no es justo y porque en un día como hoy me da rabia acabar llorando y que no sea de felicidad.
Pero esta enfermedad es una hija de puta y volvió a casa. Y hoy, 10 de julio, hay una llamada que por segundo año no he recibido y he echado en falta por encima de todas: yayo, te echamos mucho de menos.
Diez años. Han pasado diez años. Ese periodo de tiempo que parecía que no iba a llegar nunca, epicentro de nuestros juegos mientras soñábamos despiertos.
Todo llega y todo pasa. Y siempre digo lo mismo: ahora echo la vista hacia atrás, hago retrospectiva, y sigo con la extraña sensación de sentir que no fui yo quien vivió todo aquello. Como si fuese imposible haber pasado y soportado tanta incertidumbre y tanto miedo.
Esta última vuelta al sol empezó algo turbulenta, nada que no tuviera solución, lances de la normalidad, de lo cotidiano y la rutina. Problemas que no debían serlo, porque eso era lo que había creído aprender mientras escribía, entre paréntesis, esto a lo que llamamos vida.
Pero todas esas lecciones no se olvidan, y volvieron las causalidades, y los para qués con sus para algo.
Y todo, poco a poco, se recondujo. Y este último año me ha deparado cosas maravillosas: gracias a una persona increíble, Alexandra, he tenido la oportunidad de cumplir un sueño: he formado durante unos meses parte del equipo de la Fundación Carreras contra la Leucemia. Creo que pocas cosas me han hecho tanta ilusión en mi vida. Y nunca, nunca, nunca podré agradecerle ni hacerle saber lo mucho que ha significado para mí. El maldito coronavirus tan solo me permitió disfrutar durante un mes de poder ir a la oficina y sentirme como el niño que quiere ser astronauta y le abren las puertas de la NASA. Luego llegó el teletrabajo. Y ahí se volvió a torcer un poquito todo, dejándome una sensación agridulce, como de no haber podido exprimir la oportunidad, ni demostrado todo lo que podría haber aportado en otras circunstancias. Y aún así, cada vez que lo pienso me sale una sonrisa tonta... y es que no ha estado nada mal como guinda de un pastel que ha tardado en acabar de cocinarse diez años.
Feliz vida a todos, y que las causalidades y la energía positiva acompañen a todos los pelones que ahora mismo sueñan imaginando cómo será la vida cuando todo acabe. Todos esos malos días merecen la pena, PROMETIDO. ¡PA' LANTE SIEMPRE!